La inquietud creativa no suele conocer de treguas, puede concentrarse durante meses en una única tarea de ficción, o remolonear un tiempo con apariencia de estancamiento; siempre, no obstante, se manifiesta de vuelta, súbitamente. El latigazo puede darse de forma fugaz y espontánea, como un deslumbramiento que te desencaja la mandíbula, o ser fruto de una reflexión deliberada, el tributo por un ejercicio de concentración con objetivos bien delimitados. De una forma u otra, cuando más vacío pareces haberte quedado por el esfuerzo de una novela, un chispazo te devuelve la certeza de la luz.
Ese primer hallazgo es apenas un rumor de vientos, el cosquilleo que anticipa una sensación agradable o la promesa de una satisfacción de llegada incierta; posibilidades remotas, intuiciones, acicates que te incitan a seguir buscando. El primer verso que regalan los dioses en la poesía tiene esta forma peculiar en la narrativa; es un punto de partida desde donde iniciar la travesía, esa larga caminata de destino desconocido, apenas la convicción de un largo, agotador, vivificante, trayecto. Con ese mimbre inicial, la hilacha incomprensible de un tapiz todavía ni siquiera imaginado, se ha de comenzar a trabajar, primero de un modo intuitivo, buscando nuevas luces de guía; más tarde, recorriendo cada pulgada del terreno que separa los hitos del camino. Incansablemente, con la fe ciega de los iluminados.
Mi punto de partida ya está aquí; llegó ayer, de forma imprevista, mientras daba pasos a ciegas por una oscuridad ciertamente determinada. Es una cita de Antonio Muñoz Molina, que le escuché hace más de quince años, en la presentación de Un peso en el mundo, de José María Guelbenzu, y nunca me ha abandonado desde entonces; retenida en mi memoria por una razón que quizás haya descubierto ahora.
"Son lo que dicen, pero, sobre todo, son lo que no dicen", truena en mi memoria.
V
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