Casi todo está dicho ya sobre la excelente Breaking Bad, que durante cinco (más una) temporadas nos ha conducido con brillantez por la ruta hacia el infierno de Walter White. También se ha escrito ampliamente del otro final de serie de este año, el de Dexter, a quien acompañamos durante ocho temporadas como forense de la policía de Miami y asesino justiciero. No tendría sentido que yo las analizara ahora desde un punto de vista narrativo o televisivo cuando voces más autorizadas que la mía lo han hecho previamente; sólo la redundancia ya sería excesiva. Sí destacaré, no obstante, el medido pulso de Breaking Bad frente al exceso de alguna forma de 'triunfalismo' en Dexter; los responsables de la primera mantuvieron concentrada la esencia de su ficción, dándole la medida exacta que la historia requería. Quienes estuvieron al frente de la segunda se extendieron de más, exprimiendo cruelmente a unos personajes que a partir del excelente final de la cuarta entrega necesitaban una resolución rápida y bien definida.
Me gustaría detenerme, no obstante, en los dos protagonistas, compañeros de mi viaje (y del de tantos otros) durante los últimos años. A Dexter Morgan le conocí primero, me enganchó cuando White ni siquiera había nacido y me ha mantenido fiel a su peripecia hasta el final, a pesar de los brochazos de las tres últimas entregas. Su oscuro pasajero ('dark passenger' le llama él con voz susurrada) es una interesante aportación, una buena definición para esa cuota de mal que se aloja en ciertas personas -¿o será en todas?- y que, puesto que siempre terminaba apoderándose de él, consiguió domar para que su perjuicio condujera a un beneficio. Gracias a esa paradoja, Dexter se transformó ante nuestros ojos en un asesino simpático, un carnicero (el de la Bahía) capaz de hacernos comprender sus razones, de justificar su procedimiento y de llevarnos a sufrir con él cuando la posibilidad de ser descubierto le cercaba. Le entendimos y fuimos capaces de quererle así, en sus debilidades, en la pelea con Trinity y la desaparición de Rita, la responsabilidad sobre la vida y el futuro de Harrison, e incluso en la relación con su hermana Debra, personaje que se agigantó en la declinante parte final y por quien siento una especial debilidad. Dexter era un malo, pero era nuestro malo.
El caso de Walter White ha sido distinto. A él le entendimos con ternura en el primer capítulo; asistimos al advenimiento de su desgracia y le acompañamos en la búsqueda de una solución que pusiera a salvo a los suyos en el futuro; le quisimos en su deseo de imponer su 'presencia' protectora más allá de la muerte. Él, sin embargo, no dejó nunca de sorprendernos, a lomos de un proceso evolutivo como pocas veces he visto en un personaje: la llegada de Heisenberg, su deleite con las sensaciones de poder, riqueza, respeto, crueldad y miedo. White quiere a su familia, 'rompe en malo' por amor a ellos, pero el desarrollo de los acontecimientos le va volviendo un tipo diferente, infinitamente más complejo, alambicado, tortuoso, oscuro. Un malo de libro, que un día fue nuestro (y mío ha sido hasta el final, así soy yo), pero que fue sumando deméritos para dejar de serlo; había que entender de un modo muy profundo -y quizás inquietante- su 'oscuro pasajero' como para mantenerle la lealtad en la trepidante segunda mitad de la temporada final. Dexter Morgan y Walter White, por siempre historia de la televisión, representan dos variante del mal que podría habitar en cualquiera, dos modos de gestionar los impulsos irracionales y un abanico de interpretaciones morales que, finalmente, termina por lanzar una pregunta al espectador: ¿Alientas tú también un 'dark passenger'?
V
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