Septiembre, entonces, empezaba a adquirir en nuestro imaginario una forma destinada a mantenerse a lo largo de los años: la del camino que comienza. En esa Atlántida de nuestros juegos, descubrimientos y primeros besos, llegar a septiembre era una aventura apasionante, un latido que se nos agarraba al corazón, rebrincándolo de ilusiones y deslumbramientos; nada parecía resistir al impulso renovador de ese mes que poblaba el suelo de hojas secas, deshaciéndose de lo viejo para apostar por el fruto que habría de venir. Septiembre te ofrecía la posibilidad de reinventarte, de abandonar la crisálida de tu infancia y alzarte sobre la altura de tu nuevo tiempo, erguido de palabras y miradas, convertido ya en el futuro que un día te soñaste.
Los años nos han ido dando esquinazo desde entonces, sucediéndose con la torrencialidad de las escorrentías del agua en las tormentas que clausuraban, ayer como ahora, los veranos de la calima y el sesteo de aspecto insustancial. Todo ha cambiado su piel, pero en septiembre resiste ese impulso de camino que comienza, la invitación carismática de un mes que, pasado el tiempo de los pupitres y el encerado, todavía mantiene su condición de inicio; será un trabajo, una nueva vida, la relación que se intuye o esa otra que, superado el ecuador de las horas compartidas, ha enraizado con fuerza; tendrá que ver con el estreno de una ciudad, la llegada a un desafío diferente o el redescubrimiento de la vocación que nos mantiene fieles al mismo empleo, pero entre las primeras luces doradas del otoño, volveremos a recorrer el sendero, y sentiremos que la brisa de lo desconocido nos eriza el vello de los brazos. Entonces, nos subiremos el cuello de la chaqueta y apretaremos el paso para entrar en calor, la comisura del labio en la sonrisa condescendiente de quien se sabe en el cumplimiento de su destino.
Suerte a todos en la partida de este septiembre de caminos. Mi deseo para cuanto arranca son los versos de Kavafis en Ítaca:
Cuando emprendas tu viaje a Ítaca
pide que el camino sea largo,
lleno de aventuras, lleno de experiencias.
No temas a los lestrigones ni a los cíclopes
ni al colérico Poseidón,
seres tales jamás hallarás en tu camino,
si tu pensar es elevado, si selecta
es la emoción que toca tu espíritu y tu cuerpo.
Ni a los lestrigones ni a los cíclopes
ni al salvaje Poseidón encontrarás,
si no los llevas dentro de tu alma,
si no los yergue tu alma ante ti.
Pide que el camino sea largo.
Que muchas sean las mañanas de verano
en que llegues -¡con qué placer y alegría!-
a puertos nunca vistos antes.
Detente en los emporios de Fenicia
y hazte con hermosas mercancías,
nácar y coral, ámbar y ébano
y toda suerte de perfumes sensuales,
cuantos más abundantes perfumes sensuales puedas.
Ve a muchas ciudades egipcias
a aprender, a aprender de sus sabios.
Ten siempre a Ítaca en tu mente.
Llegar allí es tu destino.
Mas no apresures nunca el viaje.
Mejor que dure muchos años
y atracar, viejo ya, en la isla,
enriquecido de cuanto ganaste en el camino
sin aguantar a que Ítaca te enriquezca.
Ítaca te brindó tan hermoso viaje.
Sin ella no habrías emprendido el camino.
Pero no tiene ya nada que darte.
Aunque la halles pobre, Ítaca no te ha engañado.
Así, sabio como te has vuelto, con tanta experiencia,
entenderás ya qué significan las Ítacas.
V
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