miércoles, 19 de septiembre de 2012

Pessoa a la puerta del otoño

Me gusta el otoño, ya casi una realidad que olisquea los bajos de nuestros pantalones. Y me gusta Fernando Pessoa; siempre y en cualquier circunstancia, pero esencialmente en otoño, la estación con la que más lo relaciono. Me gustan ambos por separado, y de un modo muy particular juntos, los versos del portugués cuando las noches se acortan y enfrían, el hielo emboscado en oscuridades y bocacalles, el recogimiento súbito tras la vida excesiva y vocinglera del verano, El poeta es un fingidor abierto sobre el regazo en la atardecida, con la única compañía de un café humeante, nada de músicas o conversaciones.

Encuentro que ese tiempo, para muchos de transición, tiene un valor esencial, una habilidad rara y suntuosa que no está en las estaciones de paso. El otoño no son días de menudillo camino del invierno, por más que nuestra climatología se empeñe en tratar de difuminarlo con extremismos vertiginosos; antes bien, es el periodo imprescindible entre la alegre despreocupación sensual del estío (también imprescindible) y la hibernación profunda, severa, regeneradora del lapso glacial (en cualquiera de los casos, insalvable). En su seno, volvemos a nuestro ser más profundo, nos cobijamos en los hogares y, por emulación, también nos volcamos hacia dentro, evaluando, sometiendo a análisis y enjuiciando muchos de los vectores esenciales de quienes somos. El otoño es estación de hermosas luces doradas, de cielos heladores y transparentes, de insinuantes juegos cromáticos en las ramas y hojarascas en el pavimento; tiempo de melancolía, sin duda; y de tristezas para quienes no la sepan deglutir. Para mí, el momento Pessoa por excelencia.



Aunque su antología siempre está cerca de mí, e incluso acostumbra a viajar conmigo, en esta época del año aprovecho para trasladarme mentalmente hasta Lisboa (a la mía, tan hermosa y decadente, y también a la suya, que no supo tratarle como merecía) y revisar los fragmentos eléctricos, inquietantes, del Libro del desasosiego, la realidad descarnada, contundente, hiriente en su lucidez, de Tabaqueria, los susurros airados de Lisbon Revisited o ese certero compendio de la condición humana que es el poema encabezado por el verso "Si te quieres matar, ¿por qué no te quieres matar?". Cuando lo hago, sé que estoy en otoño, que dejé atrás el verano y camino hacia un nuevo invierno, hacia el cierre de un año más.

¿En cuántas buhardillas y no buhardillas del mundo
no hay en estos momentos genios-para-sí-mismos soñando?
¿Cuántas aspiraciones altas y nobles y lúcidas
-sí, verdaderamente altas y nobles y lúcidas-,
y quién sabe si realizables, no verán nunca la luz del sol verdadero
ni encontrarán quien les preste oídos?
El mundo es para quien nace para conquistarlo
y no para quien sueña que puede conquistarlo, aunque tenga razón.
He soñado más que lo que hizo Napoleón.
He estrechado contra el pecho hipotético más humanidades que Cristo,
he pensado en secreto filosofías que ningún Kant ha escrito.
Pero soy, y quizá lo sea siempre, el de la buhardilla,
aunque no viva en ella;
seré siempre el que no ha nacido para eso;
seré siempre el que tenía condiciones;
seré siempre el que esperó que le abriesen la puerta al pie de una pared sin puerta
y cantó la canción del Infinito en un gallinero,
y oyó la voz de Dios en un pozo tapado.
¿Creer en mí? No, ni en nada.
(Tabaqueria)


V

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