Bueno, pues ya pasó. El Día del Libro, digo; ya tuvimos ayer la gran fiesta para la promoción del Libro y, como consecuencia, de la literatura. Una buena iniciativa, vaya por delante, como cualquiera que busque hacer patente en el furor trepidante de nuestros días un hecho cultural tan determinante en la vida y evolución de nuestras civilizaciones como ése, inclinándonos al consumo y reconociendo el mérito, dedicación y -también- éxito de algunos escritores. Un San Valentín de los libros, que funciona bien y consigue cifras de oxígeno para este sector tan exigido por la crisis, pero que no debe desviar la atención del hecho principal: el año tiene ese día y otros 364, y en todos ellos es vital la presencia de la cultura.
No sólo no tengo nada en contra de este tipo de celebraciones, sino que comparto buena parte de sus planteamientos: la conmemoración, el recuerdo a los autores, ese tributo de notoriedad para quienes generalmente viven la literatura encerrados en sus estudios, e incluso el imprescindible impulso comercial para mantener con vida a esta industria intelectual. Defiendo el Día del Libro del mismo modo que tolero bien los bestsellers como creadores de lectores; estoy de acuerdo con cualquier iniciativa -peculiar, novedosa, estereotipada, qué más da- que facilite a quienes se han mantenido lejos de este universo mágico cruzar la barrera, descubrir que lejos de trascendencias, oropeles y frases grandilocuentes, aquí tienen una inmensa Atlántida en donde encontrarán diversión, entretenimiento, sabiduría, reflexiones, experiencias que echarán abajo sus fronteras y les ampliarán los límites del conocimiento, explicaciones al comportamiento del mundo y a los suyos propios, antídotos contra la intolerancia, la cortedad de miras o los tópicos recalcitrantes del pensamiento. Un sinfín de beneficios para los que no alcanza con un sólo día; ni siquiera con 365 da tiempo a descubrir tanto como tenemos pendiente.
Yo no puedo entender mi vida sin la presencia de los libros; ni siquiera puedo decir que habría sido otra o que me habría perdido determinados cambios esenciales: es impensable para mí una existencia sin literatura. Mi trayectoria está construida a partir de títulos determinantes como Sobre héroes y tumbas de Ernesto Sábato, El jinete polaco de Muñoz Molina o La insoportable levedad del ser de Milan Kundera; edificada sobre las páginas heterogéneas y necesarias de Borges, Nabokov, Faulkner, Marías, Bolaño, Cortázar, Baricco, Roth, Ford, McCarthy, Vargas Llosa, García Márquez, Auster, Bellow, Thays, Tizón, Franzen, Scott Fitzgerald, Dos Passos, Murakami, Zweig, Kafka, Capote... Mi personalidad no se entiende sin el deslumbramiento de El mal de Montano de Vila-Matas, la emoción de El fondo del cielo de Fresán, la conmoción de Tiempo de vida de Giralt Torrente o el tsunami imparable y diverso de Pessoa en verso y prosa.
Cuando miro mi biblioteca lo hago con felicidad y agradecimiento, repasando la huella que esos textos dejaron en mí y ansiando la experiencia iniciática y deslumbrante de las nuevas lecturas que me han de sobrecoger; los libros que están llegando a mí desde muy remotos lugares, cargándose de razones y significados. Y ese prodigio, por muy elástica que sea la extensión de un Día, merece la dedicación de otros 364.
V
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