miércoles, 27 de agosto de 2014

La radical modernidad de Olmos

Llevo años insistiendo en que Alberto Olmos se encuentra entre los mejores de las nuevas generaciones de escritores (ya tan difíciles de delimitar, por divergencia de edades, nocilleos varios, y esa tendencia generalizada a ir por libre y no compartir sensibilidad con otros); no un cualquiera y ni tan siquiera alguien dentro del grupo de los destacados, sino uno de los autores que manejan de forma más brillante el lenguaje -al nivel de Eloy Tizón o Luisgé Martín- y que son más valientes y modernos en su uso para construir ficciones -al estilo de Agustín Fernández Mallo, pero quizás situándose algunos metros por delante de él-. No estoy siendo yo aquí, esto es una obviedad, un espeleólogo de la literatura española, ni por mis condiciones tengo acceso al jardín de diamantes de donde obtienen a sus literatos las editoriales de relumbrón: Olmos llega hasta los lectores después de haber sido finalista del Herralde a los 23 años por A bordo del naufragio, y con la sutilísima distinción de figurar en la lista de los 22 mejores narradores jóvenes en castellano que publicó la revista Granta en 2010. De avales, como se ve, anda sobrado el segoviano.



Con una trayectoria de sorprendente solidez para su juventud, Alberto Olmos se ha ido labrando una merecida fama de escritor brillante y con muchas cosas que decir. Y no sólo eso, sino de autor valiente, moderno, arriesgado en la utilización del castellano, y con una admirable capacidad para alcanzar el equilibrio entre la fuerza de sugestión de sus contenidos y la deslumbrante composición de sus textos, en los que proliferan recursos estilísticos tales como ciertas aproximaciones sinestésicas de gran eficacia -'(...) también había visto ortigas, con su nombre escrito en urticaria'-. El fragmento, y la motivación de este post, proceden de su último trabajo, Alabanza, una novela que indaga en la identidad del individuo, su ajuste dentro de la pareja y las particularidades del universo literario en un mundo sin literatura:

Su amor fue un malentendido, quizá literario.

Este nuevo texto reúne muchas de las mejores virtudes de Olmos -también algunos de sus defectos, Malherido-. El libro arranca con una primera parte deslumbrante, rápida, adictiva y repleta de ese manejo prodigioso de las palabras que atesora el autor; quizás -por hacerle el juego a ese alter ego jodón del protagonista- en la segunda se produzca un cierto estancamiento en la velocidad de la lectura, fruto del cambio de ritmo de la narración y de la llegada de una cadencia ligada al pensamiento remolón y huidizo de Sebastian durante su reencuentro con Miguel. La sangre no llega al río, no obstante, y la obra conserva la atención del lector hasta el desenlace de la parte final, de nuevo audaz en su planteamiento estético, formal y literario. El resultado definitivo es un libro maduro, hermoso, recio, poco concesivo con cierto área indolente de la sociedad, y divertido para quienes nos situamos en el otro lado del juego creativo; una obra de grata lectura que rebosa de ironía con una profunda huella de autor -'Se concedía mucho crédito a dejarse ver, a estar y a ser simpático. Decenas de autores jóvenes se dejaban ver, estaban y eran apabullantemente simpáticos. Ya no tenían tiempo para escribir, pues andaban muy ocupados convirtiéndose en escritores'-, pero también de un innegable -y ojalá que fértil- amor por la literatura:

Y pensó también que quizás la literatura no había muerto, no había sido destruida, sino que sólo estaba replegada, acogida en el regazo de un lector único para un único escritor, que tenía algo que decirle.

V

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