Porque yo crecí en el murmullo de las historias, los filandones, las tertulias de sobremesa y aquellas narraciones de guerra, lobos y bondad de mi abuelo. Porque, más tarde, los muros orlados de libros de los que mis padres llenaron la casa siguieron alimentando mi fantasía.
Porque yo leí a los Cinco, los Hollister, la serie de los Elige tu propia aventura y la de Dungeons & Dragons. Y más tarde me miré en Los ojos del Dragón, y recorrí caminos sombríos con Bilso Bolsón, Frodo, Gandalf y aquel deslumbrante Aragorn en El Hobbit y El señor de los Anillos.
Porque yo quise que Santiago Nasar alcanzara la puerta de casa antes de que se cerrara, a pesar de que ésa era la Crónica de una muerte anunciada, y me embobé ante el Coronel Aureliano Buendía y la historia exuberante, frondosa, mágica, que envolvía sus Cien años de Soledad en el cálido Macondo. Porque ese lugar se me tornó un mito sólo comparable a la Comala de Pedro Páramo; la nómina más tarde engrosada con la Praga ausente donde Gregorio Samsa vivía su Metamorfosis y el Condado de Yoknapatawpha en el que El Ruido y la Furia sacudían, inclementes, el sur de los EE.UU.
Porque me he sentido testigo de la dictadura cruel de Rafael Leónidas Trujillo en La Fiesta del Chivo y he escuchado la voz de Antonio Conselheiro, en Canudos, durante La Guerra del fin del mundo. Porque he pisado la isla remota en Manhattan Transfer, reconociéndola más tarde en la Trilogía de Nueva York, y viviéndola con estrépito en Windows on the World; porque entre sus calles de aspiración infinita he creído reconocer al Sueco Levov de la Pastoral Americana, a Herzog el de las mil cartas y hasta al Holden Caulfield de El Guardián entre el centeno.
Porque hubo un día en que creí que no sería capaz de asimilar todas las sensaciones de las frases infinitas de El Jinete Polaco, que me estremecí con Martín, Bruno y Alejandra en Sobre héroes y tumbas y sentí que aquel Tomas de La Insoportable Levedad del Ser se estaba dirigiendo a mí. Porque he acompañado a Stoner en sus desdichas y he tenido la impresión de que alguien me espiaba desde las páginas del Libro del Desasosiego, retándome como lo hacían en La tentación del fracaso.
Porque he visitado El Aleph, y sé que existe, y conozco la inabarcable felicidad de su universo.
Porque navegué en el Pequod, y me sentí cercano al Capitán Ahab en la persecución de Moby Dick.
Porque, en el fondo, soy uno de Los Detectives Salvajes y le debo horas de felicidad a una lista casi interminable en la que, en este instante aleatorio, destellan Marías, Vila-Matas, Fresán, McCarthy, Cortázar, Bioy Casares, Cervantes, Shakespeare, Tizón, Lowry, Onetti, Olmos, Fernández-Mallo, Cercas, Pàmies, Landero, Fuentes, Arlt, Bryce Echenique, Franzen, Hornby, Easton Ellis, Pynchon, Ellroy, Eco, Ford, Díaz, Schulberg, K. Dick, Nabokov, Bradbury...
Porque cada vez que empiezo un libro lo hago con un sentimiento purísimo de ilusión, y siempre que concluyo el viaje en uno de ellos me invade la nostalgia. Porque leer me ha hecho más libre, menos prejuicioso, más sabio, valiente y racional; porque de las páginas de un libro siempre he salido con un horizonte de miras más amplias y libres, sin las restricciones de lo obligatorio o los corsés del pensamiento único, más cerca de mí mismo de lo que lo estaba antes de comenzar esa lectura.
Por todo eso yo aprovecharé estos días para celebrar el Libro.
V
PS: Hoy se inaugura la Feria del Libro de Madrid. Después de dos años en el escaparate de los autores firmantes, regreso a mi posición de ciudadano curioso y paseante; es la dinámica lógica de la literatura (la misma de la vida), y me siento dichoso porque me devuelve a mi posición más auténtica, la de lector.
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