sábado, 9 de mayo de 2015

La vida en suspenso

Parece que se ha congelado en el aire, que haya sido capaz de alejarse de las variables temporales y asegure así su permanencia por siempre. La descubrí por un destello inesperado, el brillo dorado del sol de mayo resbalando por su superficie casi ínfima, sus longitudes de onda alteradas en la refracción y encaminándose hacia mi pupila desapercibida. Fui consciente entonces de su presencia, deteniendo cualquier otra actividad para identificar el origen de esa luz algo fantasmagórica que me asaltaba en la extrañeza de un entorno luminoso, soleado, aplanado por la intensa claridad. Fuera un perro ladraba con dejadez lastimosa, cumpliendo con desgana su misión de alerta o amenaza.

En algún lugar, me percaté entonces, una niña leía un cuento en voz alta, poniendo más énfasis en el timbre dulcificado de la princesa que en el falsete cruel de su madrastra. Nadie la escuchaba, supe también, y lo que se estaba forjando en esa estancia era la voz llena de matices de una mujer que no se debería años después a las aprobaciones de terceros, sólida y firme en la defensa de su universo particular. Casi de inmediato me sorprendió una voz más alta que otra, el por favor que se arrastraba dejando tras de sí un perfume de hartazgo y desprecio; el hombre que lo pronunciaba aflautaba un poco en la voz para tratar de hacerla más enfática, con esa sordina un tanto ridícula de quienes quieren conservar la compostura al mismo tiempo que son poseídos por la iracundia. El receptor de su petición respondió sin palabras, dejando escapar una única, seca, metálica, carcajada que chorreaba ironía.



Congelado en esa quietud, tuve la certeza de haber dejado mi vida en suspenso; la simplicidad de una mota de polvo atravesándose en el camino de un rayo solar había sido capaz de postergar todas las urgencias, relegando a un lugar apartado de mi mente las coyunturas que sólo un segundo antes se me antojaban capitales. Súbitamente fui consciente de la corporeidad de mis manos, contemplándolas con cierta atención alucinada, recorriendo con la mirada el abultamiento de sus venas y sintiendo el peso de los dedos, alargados y finos, acostumbrados a la delicada tarea de teclear durante horas en el portátil. Nada me pareció en ese instante tan importante como el bombeo regular y vivificador de la sangre, el golpeteo rítmico de mi corazón como una percusión capaz de anteponerse a todo ruido o circunstancia, colmando el espacio y recordándome lo inexcusable de mi condición humana; devolviéndome a la placentera certeza de la existencia física como verdad última e inmarcesible.

En esa habitación recóndita, como una melodía complementaria y mitológica, la niña musitaba mientras una canción antigua y hermosa sobre castillos, dragones y héroes para quienes sólo la entrega era válida.

V

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