El silencio carece de glamour, pobre, las buenas gentes de la industria de la tecnología lo relegaron a un lugar secundario, inane, como de punto en mitad de ninguna parte. Hoy se habla, se escribe, se comunica, se sepulta al otro en un torrente de comentarios no siempre requeridos ni imprescindibles, se canta, se mandan emoticonos, y cuando la conversación parece haberse extenuado en la longitud de su tranco, se inventa algún parlanchineo más. Todo menos callar. Porque por ahí anda acuñado que existen los 'silencios incómodos', tal vez pretendan decir que no son más incómodas ciertas palabras, esas conversaciones de las que uno nunca hubiera querido formar parte, de las que jamás podrás desprenderte.
La cosa es que callar es menos sencillo de lo que parece. Callar bien, claro, no el silencio de quien no entiende el idioma o presencia una charla de cuya temática lo desconoce todo; no, callar sabiendo, callar teniendo algo que decir, guardar silencio cuando uno podría completar el asunto, quizás incluso desmentirlo o redimensionarlo. Ese silencio que arde en los labios, construido sobre el dominio de uno mismo y sus emociones, lleno de significado y, al mismo tiempo, hueco de toda significación física, edificado sobre la liviandad de un vacío de palabras; así de pesado, denso como alquitrán.
Es difícil aprender a callar, y aun más dominar el silencio, manejarlo con la enérgica suavidad que requiere para situarlo en el contexto idóneo: como respuesta, barrera o hábitat de placidez extrema. Porque el buen silencio puede llegar a ser más expresivo que cualquier frase dicha, sin duda que esas largas parrafadas sin destino aparente; pero, eso también es cierto, no todo el mundo es capaz de compartir contigo la perfección del silencio sin sentirse incómodo, de disfrutar el largo y fructífero entendimiento que no requiere en cada instante -sin ellas también sería imposible- de las palabras. El silencio, por ausencia reiterada, se está convirtiendo en uno de los lujos contemporáneos más preciados y menos abundantes; quizás hayamos de situarnos lejos de todo rastro de civilización para alcanzar durante un instante esa perfección acústica donde sólo resuenan los latidos del corazón propio, el bisbiseo imparable de nuestro pensamiento.
V
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