lunes, 2 de enero de 2017

La baliza de la 10




Empezar a escribir un libro nuevo es un ejercicio de incertidumbre. Partes de una idea, tienes algunas orientaciones de hacia dónde podrías dirigirla, y cuentas con el patrimonio básico del hambre, la necesidad de ir desentrañando las fibras que componen ese todo que, desde la distancia, visualizas como un cuerpo único, compacto, informe y con infinitas posibilidades; algo así como el bloque de mármol en donde el Miguel Ángel escultor ya creía ver un alma que sus manos podían recuperar. Con esas intuiciones, comienzas a bracear en una oscuridad tan densa y disuasoria que en ocasiones parece no ofrecerte otra alternativa que la renuncia; apenas asistido por una brújula herrumbrosa, has de asumir un mar de decisiones acerca del tono, los personajes, el enfoque, los ritmos y hasta el lenguaje, un exhaustivo catálogo de aseveraciones sobre las que no sabes nada.

Y comienzas. El primer día con el ímpetu de lo que se toma pletórico de ganas, el segundo cabalgando la decisión, para el tercero recurres a la fe en las rutinas, y a la altura del cuarto estás más pendiente de despejar tus propias dudas que de encontrar las respuestas que precisa la narración... si has llegado hasta aquí, tendrás poco menos que nada, y eso no será demasiado preocupante si decides seguir adelante; el problema se solidificará si te paras a analizar el resultado de tu trabajo. Porque entonces te situarás frente a la realidad de lo conseguido hasta ese instante: un texto dubitativo, indefinido, quizás contradictorio, y donde no sabrás aislar ni una pincelada remota de ese chispazo de tu imaginación que dio origen a todo; de la hermosa proyección que buscabas alcanzar.

Crisis será ahí la palabra que defina tu situación; crisis, miedo y, tal vez, el impulso de abandonar esa labor descomunal que no te sientes capaz de abordar. Y en ese lugar, también, estará la posibilidad de uno de los aprendizajes más valiosos en literatura: perseverar, continuar con el trabajo, hacer caso de las intuiciones y, cuando éstas se demuestren equivocadas, tener la flexibilidad de corregirlas; acumular materiales narrativos, avanzar en lo poco que se tenga claro y esperar a que la dinámica de la escritura te vaya ofreciendo más tarde hallazgos y alternativas. Cuando consigas entender que en ese pequeño hatillo están buena partes de las herramientas que necesitas para construir la historia, estarás mucho más cerca que nunca de un objetivo que seguirá a cientos de miles de kilómetros de ti.

Para mí el punto de no retorno de una obra nueva está en la página 10, lo que yo llamo la baliza de la 10, el momento a partir del cual ya no tienes la posibilidad de echarte atrás; hasta ese punto, tu navegación habrá sido costera, alegre, curiosa o inconsecuente, desde ese enclave, las corrientes se presentarán poderosas, el litoral estará tan lejos que no podrás regresar a él a nado, y sólo tendrás ante ti la opción de seguir con el intento. Nadie te garantizará tampoco que continuando vayas a ser capaz de alcanzar tu objetivo, pero siendo que podrías ahogarte tanto si retrocedes como si avanzas, optas por ir hacia adelante. No es un momento sencillo porque te enfrenta a una disyuntiva sin alternativas cómodas: aceptas rendirte o apuestas por un desafío titánico que no sabes si conseguirás completar; aun así, remas. Das una palada, otra, una serie seguida sin tomar aire, y otra más despaciosa cuando logras conducir el oxígeno hasta tus músculos; estás en ruta, y no podrías soñarte en un escenario mejor.

Yo crucé la baliza de la 10 en los últimos días de 2016; así pues, 2017 es para mí un inmenso océano de posibilidades que surcaré con la mejor de las determinaciones, sin prisa ni pausa, con cautela y arrojo, sabiéndome en el vórtice de mi obsesiones creativas, instalado en la máxima felicidad. Remando, remando, remando.

V

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