Como la Feria de cada año, ya está aquí la segunda entrega de la Tetralogía de los Elementos, ahora acercándose al concepto del fuego, que todo lo destruye, purifica o transforma.
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(para el texto en issu)
Tetralogía de los elementos (II): FUEGO
Para
Ana y Lea, la luz y el fuego en los que todo renace.
‘Quemémoslo todo, absolutamente todo.
El fuego es brillante y limpio’
Ray Bradbury. Fahrenheit 451
Hay un
momento en el que pensarás que no existes. La acumulación de la temperatura y
los gases narcotizarán tu cerebro, y comenzarás a vivir en una realidad
paralela. Quizás en la más fiel de todas las realidades posibles, aunque eso no
lo sabrás entonces. Las crepitaciones se solaparán con los crujidos del
material que va consumiéndose, generando una burbuja acústica sólida,
impenetrable, saturada de reverberaciones; un ecosistema sonoro en donde te
sentirás cómodamente instalado desde el primer minuto.
Arderás
en el fuego de tus convicciones, y ya nunca volverás a ser la misma persona,
ese tipo de expresión reconcentrada para quien todo lo ajeno se encontraba a
una distancia sideral, tan alejado de su eje principal como para haberse vuelto
invisible. No era mal humano ese hombre a quien se acaba de incinerar; es más,
en ciertos momentos, se trató de un individuo magnético, interesante, heroico
en su determinación por coronar cada una de sus cimas. Pero ya no es su tiempo,
y como todo lo que se queda desactualizado, estaba abocado a la extinción, a
convertirse en una caricaturesca reliquia del pasado.
El
hombre que fuiste no desconocía el fuego que le destruyó, pero lo cultivaba de
un modo distinto, el ardor entonces como un estímulo flameante capaz de
tornarse incendio si los hechos lo precisaban. Aquel muchacho de mirada febril
tenía la fuerza de un huracán; no siempre era capaz de contener ese caudal de
energía, pero era admirable en la determinación, implacable cuando se fijaba un
objetivo; tanto da si era acertado o erróneo. Como todo ser debutante, ese
individuo ahora reducido a cenizas se perdió en causas estériles, romántico e
ineficaz en la búsqueda de combates inservibles, casi más preocupado por la
estética de la confrontación que por su poso de justicia. Combatió en muchas
guerras, podría apuntarse, y en bastantes de ellas salió victorioso; en no
pocas ocasiones, esas victorias fueron pírricas, equivocadas, sólo un modo de
ahondar en lo que le separaba del mundo. Quizás el atemperamiento de su ardor
primero se podría tomar como la causa profunda de ese fuego ulterior; y, sin
embargo, no se visualiza en el origen de su transformación: su encalmada podría
identificarse más con la lógica de quien encuentra la fatiga en la reiteración
del conflicto, más hastiado por la sucesión de las batallas que satisfecho de
sus victorias.
Nadie de
buen fondo está cómodo en la hostilidad rutinaria, cuando los mecanismos de la
defensa han comenzado a solidificarse y los músculos, de tan entrenados para la
crispación, empiezan a perder las habilidades de la sutileza. El tacto,
entonces, se vuelve áspero, recio, una barrera para cualquier contacto más allá
de la agresión. La piel, desposeída de su dotación para acercar los cuerpos y en
el sinsentido de su fragilidad sensitiva, es obligada al encallecimiento o la
erosión. No hay término medio en ese ambiente bélico, y las almas de espíritu
pacífico optan por retirarse, apenas ya una entidad automatizada en las
obligaciones de la defensa; el corazón a buen cobijo, algo menos resolutivo,
pero mucho más seguro.
Y un
día, como por ensalmo, la simiente remota de todo lo que nunca has sido
comienza a germinar en ti: súbitamente te descubres en un gesto complacido,
simpático, generoso o tan solo despreocupado. Ese algo, que tal vez en ciertos
momentos de debilidad sentías en algún espacio umbrío de tu conciencia, empieza
a brillar; su luz, progresiva, va ocupando áreas con la sigilosa seguridad de
lo que no puede ser combatido, el calor irradiándose con lentitud, despacioso e
imparable. Con frecuencia, el afectado por la transformación no es capaz de
identificar la espoleta que detonó el cambio; en ocasiones, la concatenación de
las circunstancias es tan delicada que ni tan siquiera un sismógrafo podría
establecer el punto en donde se inicia la implosión, cuándo el movimiento de
las placas tectónicas de quien uno ha sido comienza a generar las fricciones de
donde ha de emerger quien uno ya es.
Y
entonces aparece el fuego.
El
fuego. Tan místico y necesario, temido, feroz, purificador y destructivo en un
mismo ente, una miríada de haces entrelazados en una danza hipnótica y letal.
El fuego, del que primero descubrirás que no siempre quema, sus llamaradas
surcándote la piel en un cosquilleo difícil de interpretar, tibio y
reconfortante. El fuego, que inicialmente se aplica a la tarea de desvastar
todo lo accesorio, enconado en la eliminación de elementos que sólo más tarde
entenderás como prescindibles; las llamaradas, no obstante, escandalosas,
elevadas e intensas, un castillo flamígero y aterrador, alimentado en su
pretensión de infinitud por la paja de rápida combustión de todo lo que no
precisas para seguir adelante. Luego la vibración de sus ascuas, tanto más
reconfortantes cuanto mejor muestran en los matices de sus luces las sombras
que se escondieron tras ellas durante años. Y, por último, la hedionda ceniza
de sus miserias exhaustas, un olor nauseabundo que, por fortuna, dejarás atrás
sin percatarte.
El fuego
en una fase distinta después, desatándose en tu interior, prendiendo en los
deseos que aparcaste o diste por amortizados, demasiado preocupado por lo
fútil, cegado en las bombillas incandescentes de lo inexplorado, lo bello, lo
vertiginoso y hasta lo exclusivo. Sin criterio, podría decirse; e incluso más,
en el criterio cortoplacista de la juventud: tan hambriento de vida como para
saciarte en sus afueras, el estómago estragado por la mesa colorida de los
snacks baratos; los alimentos de intenso sabor más allá de tu hartazgo. Las
llamas de ese nuevo estadio albergarán la sabiduría telúrica de hurgar en tus
puntos de fuga, hábiles como las manos de un relojero, su filo acerado
recordando la precisión quirúrgica del bisturí mientras hiende la carne. La
flor de la sangre que desborda la herida se asemejará a las que ornamentaban
los patios de tu infancia, fragantes en su belleza cotidiana, un aroma que se
impresionó en tu recuerdo y libera ahora el turbión de sensaciones del niño que
soñaba con los ojos abiertos durante las siestas en las que nunca lograba
dormirse.
Ese
fuego nuevo es de una intensidad desconocida, vivaz, las tonalidades doradas,
rojizas y anaranjadas desplazando por completo la gama tétrica de los azules,
creando una nueva forma de combustión, un fuego diferente, renovador, que
construye la realidad al tiempo que la ilumina. Es fuego, eso logras sostenerlo
con certeza empírica, pero tus dedos lo acarician sin quemarse, la superficie
de seda resbalando por tus yemas, dejando en ella un eco de sensaciones que te
impactan por su hierática contundencia. Nada parece amenazador, móvil o
agresivo; la situación es estática, acogedora en su tranquilidad, de apariencia
lógica o inocua. Y, sin embargo, cala en tu interior como no lo hizo ninguna
tormenta previa, la lluvia penetrando en tu piel, insertándose en ti con la
fluidez de su deslizamiento. De improviso estás dotado con una condición de
impermeabilidad permeable: nada de lo innecesario atraviesa tus capas externas;
todo lo trascendente anida y crece en ti, transformándote en un ser distinto,
una versión evolucionada y perfecta de tus mejores virtudes.
El
fuego. El fuego creciendo en tu interior, desatado, incontenible y furioso.
Pero con una furia sin violencia ni imposiciones, un movimiento atronador,
torrencial, beatífico.
El fuego
que enraíza en tu carne, haciéndose uno con la sangre, marcando el pulso y
acompasándolo a los ritmos ancestrales que se guarnecían en ti aunque lo
desconocieras todo sobre ellos. El fuego que no sólo se integra en tu sangre,
sino que se convierte en ella, alterando su genética, reproduciendo su esquema
en un nuevo ser, la vida que se forja en el fuego, que emerge del fuego, que
sobrevive y es capaz de derrotar a todos los fuegos.
Hubo un
momento en el que pensaste que no existías, pero ese lapso está ya tan lejano
que no serías capaz de dilucidar si en algún instante fue cierto. Ardiste, eso
sí, puedes afirmarlo. Que ardiste como lo hace todo lo destinado a desaparecer.
Y que renaciste desde ese polvo, limpio, de vuelta en lo esencial, más completo
de lo que nunca creíste que se podía estar.
V
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