miércoles, 16 de octubre de 2019

Tetralogía de los Elementos (II): Fuego



Como la Feria de cada año, ya está aquí la segunda entrega de la Tetralogía de los Elementos, ahora acercándose al concepto del fuego, que todo lo destruye, purifica o transforma.

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(para el texto en issu)

Tetralogía de los elementos (II): FUEGO

Para Ana y Lea, la luz y el fuego en los que todo renace.
‘Quemémoslo todo, absolutamente todo.
El fuego es brillante y limpio’
Ray Bradbury. Fahrenheit 451
Hay un momento en el que pensarás que no existes. La acumulación de la temperatura y los gases narcotizarán tu cerebro, y comenzarás a vivir en una realidad paralela. Quizás en la más fiel de todas las realidades posibles, aunque eso no lo sabrás entonces. Las crepitaciones se solaparán con los crujidos del material que va consumiéndose, generando una burbuja acústica sólida, impenetrable, saturada de reverberaciones; un ecosistema sonoro en donde te sentirás cómodamente instalado desde el primer minuto.

Arderás en el fuego de tus convicciones, y ya nunca volverás a ser la misma persona, ese tipo de expresión reconcentrada para quien todo lo ajeno se encontraba a una distancia sideral, tan alejado de su eje principal como para haberse vuelto invisible. No era mal humano ese hombre a quien se acaba de incinerar; es más, en ciertos momentos, se trató de un individuo magnético, interesante, heroico en su determinación por coronar cada una de sus cimas. Pero ya no es su tiempo, y como todo lo que se queda desactualizado, estaba abocado a la extinción, a convertirse en una caricaturesca reliquia del pasado.
El hombre que fuiste no desconocía el fuego que le destruyó, pero lo cultivaba de un modo distinto, el ardor entonces como un estímulo flameante capaz de tornarse incendio si los hechos lo precisaban. Aquel muchacho de mirada febril tenía la fuerza de un huracán; no siempre era capaz de contener ese caudal de energía, pero era admirable en la determinación, implacable cuando se fijaba un objetivo; tanto da si era acertado o erróneo. Como todo ser debutante, ese individuo ahora reducido a cenizas se perdió en causas estériles, romántico e ineficaz en la búsqueda de combates inservibles, casi más preocupado por la estética de la confrontación que por su poso de justicia. Combatió en muchas guerras, podría apuntarse, y en bastantes de ellas salió victorioso; en no pocas ocasiones, esas victorias fueron pírricas, equivocadas, sólo un modo de ahondar en lo que le separaba del mundo. Quizás el atemperamiento de su ardor primero se podría tomar como la causa profunda de ese fuego ulterior; y, sin embargo, no se visualiza en el origen de su transformación: su encalmada podría identificarse más con la lógica de quien encuentra la fatiga en la reiteración del conflicto, más hastiado por la sucesión de las batallas que satisfecho de sus victorias.
Nadie de buen fondo está cómodo en la hostilidad rutinaria, cuando los mecanismos de la defensa han comenzado a solidificarse y los músculos, de tan entrenados para la crispación, empiezan a perder las habilidades de la sutileza. El tacto, entonces, se vuelve áspero, recio, una barrera para cualquier contacto más allá de la agresión. La piel, desposeída de su dotación para acercar los cuerpos y en el sinsentido de su fragilidad sensitiva, es obligada al encallecimiento o la erosión. No hay término medio en ese ambiente bélico, y las almas de espíritu pacífico optan por retirarse, apenas ya una entidad automatizada en las obligaciones de la defensa; el corazón a buen cobijo, algo menos resolutivo, pero mucho más seguro.
Y un día, como por ensalmo, la simiente remota de todo lo que nunca has sido comienza a germinar en ti: súbitamente te descubres en un gesto complacido, simpático, generoso o tan solo despreocupado. Ese algo, que tal vez en ciertos momentos de debilidad sentías en algún espacio umbrío de tu conciencia, empieza a brillar; su luz, progresiva, va ocupando áreas con la sigilosa seguridad de lo que no puede ser combatido, el calor irradiándose con lentitud, despacioso e imparable. Con frecuencia, el afectado por la transformación no es capaz de identificar la espoleta que detonó el cambio; en ocasiones, la concatenación de las circunstancias es tan delicada que ni tan siquiera un sismógrafo podría establecer el punto en donde se inicia la implosión, cuándo el movimiento de las placas tectónicas de quien uno ha sido comienza a generar las fricciones de donde ha de emerger quien uno ya es.
Y entonces aparece el fuego.
El fuego. Tan místico y necesario, temido, feroz, purificador y destructivo en un mismo ente, una miríada de haces entrelazados en una danza hipnótica y letal. El fuego, del que primero descubrirás que no siempre quema, sus llamaradas surcándote la piel en un cosquilleo difícil de interpretar, tibio y reconfortante. El fuego, que inicialmente se aplica a la tarea de desvastar todo lo accesorio, enconado en la eliminación de elementos que sólo más tarde entenderás como prescindibles; las llamaradas, no obstante, escandalosas, elevadas e intensas, un castillo flamígero y aterrador, alimentado en su pretensión de infinitud por la paja de rápida combustión de todo lo que no precisas para seguir adelante. Luego la vibración de sus ascuas, tanto más reconfortantes cuanto mejor muestran en los matices de sus luces las sombras que se escondieron tras ellas durante años. Y, por último, la hedionda ceniza de sus miserias exhaustas, un olor nauseabundo que, por fortuna, dejarás atrás sin percatarte.
El fuego en una fase distinta después, desatándose en tu interior, prendiendo en los deseos que aparcaste o diste por amortizados, demasiado preocupado por lo fútil, cegado en las bombillas incandescentes de lo inexplorado, lo bello, lo vertiginoso y hasta lo exclusivo. Sin criterio, podría decirse; e incluso más, en el criterio cortoplacista de la juventud: tan hambriento de vida como para saciarte en sus afueras, el estómago estragado por la mesa colorida de los snacks baratos; los alimentos de intenso sabor más allá de tu hartazgo. Las llamas de ese nuevo estadio albergarán la sabiduría telúrica de hurgar en tus puntos de fuga, hábiles como las manos de un relojero, su filo acerado recordando la precisión quirúrgica del bisturí mientras hiende la carne. La flor de la sangre que desborda la herida se asemejará a las que ornamentaban los patios de tu infancia, fragantes en su belleza cotidiana, un aroma que se impresionó en tu recuerdo y libera ahora el turbión de sensaciones del niño que soñaba con los ojos abiertos durante las siestas en las que nunca lograba dormirse.
Ese fuego nuevo es de una intensidad desconocida, vivaz, las tonalidades doradas, rojizas y anaranjadas desplazando por completo la gama tétrica de los azules, creando una nueva forma de combustión, un fuego diferente, renovador, que construye la realidad al tiempo que la ilumina. Es fuego, eso logras sostenerlo con certeza empírica, pero tus dedos lo acarician sin quemarse, la superficie de seda resbalando por tus yemas, dejando en ella un eco de sensaciones que te impactan por su hierática contundencia. Nada parece amenazador, móvil o agresivo; la situación es estática, acogedora en su tranquilidad, de apariencia lógica o inocua. Y, sin embargo, cala en tu interior como no lo hizo ninguna tormenta previa, la lluvia penetrando en tu piel, insertándose en ti con la fluidez de su deslizamiento. De improviso estás dotado con una condición de impermeabilidad permeable: nada de lo innecesario atraviesa tus capas externas; todo lo trascendente anida y crece en ti, transformándote en un ser distinto, una versión evolucionada y perfecta de tus mejores virtudes.
El fuego. El fuego creciendo en tu interior, desatado, incontenible y furioso. Pero con una furia sin violencia ni imposiciones, un movimiento atronador, torrencial, beatífico.
El fuego que enraíza en tu carne, haciéndose uno con la sangre, marcando el pulso y acompasándolo a los ritmos ancestrales que se guarnecían en ti aunque lo desconocieras todo sobre ellos. El fuego que no sólo se integra en tu sangre, sino que se convierte en ella, alterando su genética, reproduciendo su esquema en un nuevo ser, la vida que se forja en el fuego, que emerge del fuego, que sobrevive y es capaz de derrotar a todos los fuegos.

Hubo un momento en el que pensaste que no existías, pero ese lapso está ya tan lejano que no serías capaz de dilucidar si en algún instante fue cierto. Ardiste, eso sí, puedes afirmarlo. Que ardiste como lo hace todo lo destinado a desaparecer. Y que renaciste desde ese polvo, limpio, de vuelta en lo esencial, más completo de lo que nunca creíste que se podía estar.

V

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