Sólo la vi cantar una vez, en un teatro de Madrid que ya está cerrado y junto a alguien que ahora apenas puntea mi vida con mensajes esporádicos; hasta el domingo, Chavela Vargas era el último vestigio de ese tiempo, ahora sí, desaparecido para siempre. La recuerdo situada en el centro del escenario, con los brazos abiertos, el poncho de austera elegancia, cantando con desgarro, alegre a pesar de todo, desgranando su sabiduría pasional, cariñosa con el público, agradecida, en un trance extraño con sus canciones y los autores de sus letras, abriendo puertas para quienes quisieran -o pudieran- cruzarlas.
Fui al encuentro conociendo su música, habiéndola escuchado con un interés creciente y admirativo, sin saber muy bien si aquella mujer, superviviente de tantas batallas, contaba con la salud suficiente para enfrentarse a un auditorio que podría resultar cruel en la exigencia de su mitomanía; con el pálpito de estar viviendo una experiencia única en mi vida, quizás ella no tardara en dar la razón a quienes se obstinaban en situarla cerca del fin. Y me impresionó; por su fuerza, por el ardiente, doloroso, lirismo de su interpretación, por las cicatrices que surcaban su voz, llenándola de historias, haciéndola increíblemente verosímil: la sangre que manaba de esos versos era la suya. Me enganchó su heroísmo de derrotada a quien ni la persistencia de la desgracia había conseguido doblegar, eternamente penando por sus muchas pasiones (también la del alcohol), y siempre regresando, de algún modo triunfante; quizás con paso quejoso, zarandeada por desamores y adicciones, con esas cicatrices hermosísimas aflorando por doquier. Pero de pie, con los brazos abiertos emergiendo de un poncho, cantando, emocionando a su auditorio.
Hace no mucho reapareció en los periódicos y las televisiones, revisaba a su amado Lorca y cortejaba a la muerte, retándola a llevarla consigo si tan valiente era. "Cuidado, Macorina -pensé-, ese rival es poderoso e impío". Ahora se ha ido, adensando nuestras sombras y dejándonos un poco más pobres; a fuerza de bailar con ella, terminó marchándose con la Muerte en busca de Jose Alfredo, Diego o Frida. Y, sin embargo, mientras vuelvo a escuchar los discos de aquel tiempo definitivamente extinguido, tengo una sensación alegre, luminosa; la constatación de una certeza imparable: esa voz rota y llena de cicatrices no nos abandonará nunca; seguirá perfilando los límites de nuestros dolores por siempre.
V
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