Es una de las tradiciones de este tiempo otoñal: la secuencia apresurada del Nobel de Literatua (ayer mismo, al chino Mo Yan) y del Planeta (el lunes, témanse lo peor) agita las aguas de la literatura y genera un turbión de opiniones. Un debate viejo, que huele a rancio y destila hipocresía; en primer lugar, porque viene de lejos lo de que los premios estén casi en su totalidad pasteleados (¿90% siendo generosos o ilusos?); en segundo, porque es cierto que los premios son propiedad de las editoriales, que como empresas privadas pueden hacer con sus recursos lo que quieran (eso sí, se les agradecería que eludieran la pantomima de la convocatoria y las ilusiones muertas de tantos aspirantes); y en tercero, y esencial, porque el público lector jugamos a esta farsa con ellos, y compramos las obras premiadas, y leemos el resto de novedades de las editoriales que ponen en marcha este mecanismo, y condenamos, con ello, a esos otros escritores y editores a un ostracismo duro, granítico, refractario y prácticamente insalvable. Porque el día que, conscientes de nuestro poder, decidamos no seguir jugando, el patio sufrirá un buen meneo.
Y ahora es cuando debo decir, en mi faceta de escritor, que los premios son (fueron) una buena idea, que a muchos de ellos les debemos el descubrimiento de notables autores (Vargas Llosa y el Biblioteca Breve, Laforet o Mañas y el Nadal, y hasta Bolaño con el Herralde), y que eran, para quienes nos dejamos la vida ideando ficciones en habitaciones cerradas y silenciosas, un atajo hacia la publicación y los lectores. Y debo confesar, también, que a alguno he concurrido, más como un gesto de justicia poética que con la esperanza de obtenerlo; aunque también, por qué no decirlo, atesorando la perla purísima de esa ilusión por la victoria. Pero los premios, es mejor saberlo, hace mucho que cambiaron su esencia; acuciados por el furioso ritmo de la vida, los mercados, el afán por los beneficios y la gula de los oropeles, las editoriales y los autores se las arreglaron para jugar juntos el triste juego de los premios arreglados. ¿Algo que alegar? Nada, Señoría, cada quien hace, con sus dineros o creaciones, lo que estima conveniente.
Porque, y esto es lo esencial, la literatura no son los premios; o sí, en algunos casos, pero nunca de un modo absoluto o excluyente. No se escribe para ganar premios, yo no lo hago y conozco a un buen puñado de los que tampoco; autores que no rechazaríamos un reconocimiento, pero que no nos sentamos ante el portátil guiados por esa promesa (o acuerdo). Se escribe por una fuerza inevitable, para contar historias a los demás, explicarse el mundo incluso a uno mismo y reflexionar sobre los motores que lo mueven; se va a la ficción a por reflexiones de carácter general, sin prever que, junto a ellas, se desvelarán muchas de nuestra motivaciones ocultas. Se escribe por un compromiso con la belleza, para amasar pacientemente el lenguaje, y dejarse ir después en su aroma sabroso y alimenticio; se crea para ajustar cuentas con el mundo o conquistar a las personas amadas, con un interés intelectual o para homenajear la figura de alguien ya desaparecido. Se comienza este camino por un millón de razones que no me cabrían en este post, y que además, como lista cerrada, entraría en contradicción con la esencia última de la literatura: la libertad máxima de perseguir la hermosura sin más normas que las propias.
Yo escribo por muchas de esas razones; seguramente por otra decena que no enumero víctima del descuido o el pudor. Y me vale con que la obra final consiga llegar a un solo lector, emocionarle o hacerle reflexionar; no hay un premio mayor que ése.
V
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