martes, 8 de enero de 2013

Esa engañosa facilidad

Escribir es un acto hermoso, una liberación de las fuerzas creativas que se entrecruzan dentro de uno, y también una compleja tarea de búsqueda; para conseguir el objetivo final de contar una historia se ha de reunir, por una parte, el núcleo temático que la integra y le da contenido (aunque pueda parecer una obviedad), y, de forma esencial, la forma de organizar toda esa información para articularla y darle sentido. El andamiaje del texto, su descomposición en miles de palabras y la estructuración de éstas en párrafos, diálogos y capítulos, tiene una trascendencia mucho mayor de lo que inicialmente pueda parecer; se trata, de hecho, de una de las mayores complejidades de quien se enfrenta al ejercicio de la ficción y es, sin duda, uno de los hechos que marcan la diferencia entre los más grandes y el resto.

Escribir fácil, o mejor dicho, escribir con apariencia de facilidad, es una virtud reservada a muy pocos, una habilidad en la que el escritor va cogiendo soltura conforme se desarrolla y encuentra en el ejercicio de su profesión, pero que cuenta con un grado de perfección sólo al alcance de los genios. Es la engañosa facilidad a la que me refería en el título de este post, una circunstancia sobre la que reflexioné en el interregno del cambio de año de la mano de dos autores tocados con ese don peculiarísimo: Alessandro Baricco y Eloy Tizón.

El primero de ellos sonará más obvio y requiere menos presentaciones; cuando uno ha alumbrado obras tan rotundas como Seda, Océano Mar o City, poco se puede añadir sin caer en la redundancia. Recientemente, sin embargo, nos recordó el tamaño de su talento con Mr. Gwyn, un título al que cedo la palabra para, en su elocuencia, demostrar mi tesis:

Tenía un cuerpo delgado, como devorado por alguna espera irresuelta, y una piel oscura, con reflejos lustrosos de animal.

La comprendí de repente, con la velocidad fulminante con se comprenden a veces, mucho tiempo después, cosas que han estado siempre delante de nuestros ojos, basta con que sepamos mirarlas.

Jasper Gwyn decía que todos somos una página de un libro, pero de un libro que nadie ha escrito nunca y que en vano buscamos en las estanterías de nuestra mente.


Y luego está Eloy Tizón, a quien muchos tienen la suerte de desconocer; no porque no valga la pena leerle, sino porque eso les ofrece la posibilidad de deslumbrarse ahora con su inapelable talento. Para presentarle a él cederé la palabra a otros: de su inicial libro de relatos, Velocidad de los Jardines, el diario El País dijo que era uno de los 100 libros más interesantes de los últimos 25 años. Y eso por sí mismo ya sería decir mucho, pero es que además es autor de Parpadeos, Seda Salvaje o La Voz Cantante, del que ahora entresaco como ejemplo apresurado:

El viento, más que soplar, gimoteaba; parecía juntar y deshacer palabras y hablar y, cuando uno estaba a punto de entender al fin lo que decía, de ceder a la locura o descifrar su mensaje, el viento dejaba de soplar y enmudecía de golpe.

Con el fin de no extenderme en exceso en un post que ya se alarga, abriré al azar Velocidad de los Jardines y Parpadeos y dejaré como prueba azarosa de su talento lo que me salga al encuentro en sus páginas inolvidables; estoy seguro de que será suficiente demostración de poder.

El siglo incubaba extraños huevos. Víctor se representó a Sonia muerta y la sacudida fue tal que se tuvo que ir a la cocina a beber no menos de dos vasos de agua. En una ocasión ella llegó a clase con el pelo mojado y también un poco los hombros, pero afuera no llovía en absoluto, evidente anticiclón, y Víctor no supo a ciencia cierta qué climas o qué isobaras, qué tormentas imaginarias tenía que atravesar Sonia cada día. (Velocidad de los Jardines)

No puedo más. Escucho el bramido del mar en el pasado y la sed de miles de corazones que también braman, ellos. Porque el corazón no tiene domingos. Al menos eso se sabe. No hay domingos para el corazón traumatizado. (Velocidad de los Jardines)

Hoy, por primera vez en mi vida, he oído llorar a un pájaro. Yo estaba solo junto a la ventana. Escribiendo. Y el pájaro ha llorado. Lo juro. No ha sido un llanto desgarrador, nada que pueda calificarse de excepcional. Al contrario. Ha sido un llanto más bien modesto, minúsculo, incluso un poco ridículo. (Parpadeos

El león siempre estuvo allí. No hubo días sin león. Si llovía, la lluvia le rebotaba en el lomo con un ritmo musical hasta dejarlo suavizado bajo un aspecto de estatua, de algo petrificado, como de piedra pómez. (Parpadeos)

V

No hay comentarios: