Siempre que comienzas a escribir una historia, lo haces con la incertidumbre de no saber a dónde te llevará, si serás capaz de completar su exigente recorrido y darle la forma que sueñas, y, de hacerlo, si estará en tu mano el dominio del lenguaje y la ficción imprescindible para construir un texto sólido, bien argumentado, capaz de atraer la atención de los editores, en primer lugar, y de los lectores, finalmente. Por eso, cuando concluyes el texto inicial, ya con la mayoría de los materiales narrativos en tu mano, sientes la satisfacción de haber conseguido alcanzar el puerto de destino; todavía estás lejos de ti el final último de esa novela, y para alcanzarlo habrás de seguir trabajando duro, con compromiso y sin apenas descanso, pero la perspectiva de esa nueva tarea es más liviana porque te sabes en posesión de la mayor parte del trabajo necesario para completar el viaje.
A partir de ahora, concentraré mi energía en una labor más difícil e ingrata, la de corregir este primer borrador; desde mañana mismo, analizaré la trama, la redondez y definición de los personajes que se han corporeizado durante el proceso, sus razones, comportamientos y el modo en el que interactúan entre sí; someteré cada línea del texto a un escrutinio fiero, sin piedad ni tregua, para determinar que todo funciona exactamente como requiere la historia. Peinaré las páginas una y otra vez, de forma obsesiva, ajustando la gramática a la ficción y ciñendo esta última a la primera; cuando emerja de esta fase determinante -y agotadora- de la escritura, tendré en mi mano esa nueva novela, y sólo entonces -así lo espero- el resultado será merecedor del juicio de mis lectores. Hasta ese momento, consumiré mis horas en un banco donde la dureza será la nota predominante, adaptándome a las citas de tantos autores que han pasado por esto antes que yo; a las palabras sabias de Enrique Vila-Matas:
Lo que en esos días yo no sabía era que para ser escritor había que escribir, y además escribir como mínimo muy bien, algo para lo que hay que armarse de valor y, sobre todo, de una paciencia infinita, esa paciencia que supo describir muy bien Oscar Wilde: «Me pasé toda la mañana corrigiendo las pruebas de uno de mis poemas, y quité una coma. Por la tarde, volví a ponerla.»
V
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