Hace algunas semanas decidí alzar la vista de la novela en la que se centran desde hace meses todos mis esfuerzos y desengrasar la musculatura narrativa con un microrrelato. No es un género que toque con asiduidad, esencialmente porque me siento más cómodo en distancias más largas, pero me apeteció probar suerte, recordarme en ese espacio corto e intenso, y tomar parte en un concurso -no desvelaré cuál- de amable significación para mí. Como sucede en la inmensa mayoría de estos casos, mi texto no resultó seleccionado; otros -no dudo que mejores- merecieron superior consideración por parte del jurado. Sin embargo, hoy lo he releído y, después de hacerlo, me apetece compartirlo con los lectores de esta página web, mi literatura también es vuestra en la medida en la que la seguís con fidelidad y cariño. Lo titulé 'El espíritu de Nadia'.
V
El espíritu de
Nadia
Cuando despertó, la luz ya estaba
teñida de apocalipsis. Un estruendo de cacharrería saturaba el espacio sonoro,
llenándolo con resonancias de desastre y tornando todavía más irrespirable esa
atmósfera un tanto fosforescente. Su primera reacción fue cerrar los ojos,
apretarlos fuerte y desear que hubiera una alternativa en la tormenta de estrellas
alucinadas de sus parpados cerrados. Al abrirlos de nuevo, todo continuaba en
esa falsa quietud que precede a las tragedias; cada objeto en su lugar, todos
ya un poco lejos de él.
Alargó el brazo y tomó el móvil;
el piloto rojo alertaba de la llegada de un mensaje: “Ha estallado”, decía. Con
el aparato en la mano, se concedió un nuevo instante de sosiego; sería el
último en muchos meses. Luego saltó de la cama con gesto felino, cogiendo a la
carrera un pantalón y metiéndose en él al tiempo que encendía el televisor.
Como tantas veces había anticipado, las imágenes se parecían a las de sus
peores madrugadas de insomnio.
Sin perder tiempo, se dirigió al
armario; el equipaje de huida llevaba años preparado, sólo debía bajarlo del
altillo… Y ahí fue cuando todo se desconfiguró: un instante de lucidez le trajo
a la memoria el depósito de recuerdos de su vida completa. Los años lejanos de
una infancia feliz, el ejemplo sereno de los padres y, mucho más cerca, ese
compromiso férreo, valiente, insobornable, de Nadia, su espíritu y la voluntad
pétrea con la que empleó hasta el último átomo de su existencia. Alzó la vista
y recuperó su mirada opalina, profunda, determinada; y supo que no podía
marcharse: si lo hacía sería indigno del amor que ella le profesó hasta la
muerte.
Con tranquilidad, entonces,
retornó la bolsa a su lugar, se sentó frente al ordenador y empezó a teclear
instrucciones a sus contactos; al fin, tenía una misión que le llenaba de
sentido, y pensaba cumplirla.
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