jueves, 4 de julio de 2013

Unas vacaciones de libro

Y al final, como siempre ocurre, llegó el verano. Tiempo de descanso y canículas, territorio mítico de nuestras infancias y, para algunos, excursión a la verdad de vidas que durante el año laboral se camuflan entre la espesura de las obligaciones. A mí me gusta este tiempo, su lánguida celebración de la vida, la sensualidad del sol y los placeres a él aparejados, el olor del cloro de las piscinas o ese rastro de salitre amarrado al vello súbitamente rubio de las pieles satinadas. El estío como tierra de promisión, a donde llegamos casi sin aliento tras la travesía del año, y al que confiamos tantas esperanzas que raramente saldremos de él sin haber traicionado alguna de ellas. El verano, todos los veranos de nuestras vidas, ése en el que nos enamoramos y aquel otro más raro -Sabina dixit- que no paró de nevar.

Un tiempo lleno de tiempos que se presenta como un edén ideal para sumergirse en la lectura, tal vez porque en mi mente el paraíso es un lugar soleado, sensual, donde los libros -escogidos de entre miles de ellos- descansan en una mesa junto al cerco escarchado de una cerveza. Leer como placer máximo, puerta de huída hacia mundos desconocidos y sólido anclaje al nuestro, una suerte de revisión de quienes somos, pasión, miedos y osadías; de asomarnos a lo que quizás podríamos ser. ¿Y qué leer?



Habrá quienes vayan a las vacaciones con la esperanza de encontrar el amor, fiados a la relajación de sus habilidades seductoras o convencidos de que en la playas les surgirán amantes tempestuosos, fieros como el sol de los atardeceres; ellos deberían sumergirse en las páginas de Los enamoramientos, de Javier Marías. Otros, más románticos, esperarán al alumbramiento de la magia, soñarán con la aspiración de los imposibles y, tal vez, regresarán con ese sordo despecho de los sentimentales; para quienes así sean, lo mejor sería el Mr. Gwyn de Alessandro Baricco. Un pequeño grupo descubrirá entre dunas y cremas bronceadoras que, cumplido el trámite de descansar el cuerpo de los esfuerzos, son más afines a la ciudad que a sus ausencias; estos que mejor revivan los mundos verticales con la Trilogía de Nueva York de Paul Auster. Y se dará el caso también de los que se recluyan en una isla, condenándose a una gustosa tortura de mareas, sol y fantasías; para ellos podría estar indicada la aventura sorprendente de La piel fría de Albert Sánchez Piñol.

Cualquiera de estos libros serviría y todos ellos son reemplazables por otros, por cientos o miles de los que los escritores nos han regalado, en muchos casos después de sacrificar el tiempo moroso de la siesta veraniega. Todos o ninguno, podemos pensar, mientras elevamos el vaso y degustamos la refrescante, nítida, genial y deslumbrante prosa de Amélie Nothomb en Metafísica de los tubos.

V

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