miércoles, 11 de junio de 2014

Atarse a la solidez de Hierro en la tempestad

En estos días extraños y felices de junio, cuando el verano todavía remolonea en su llegada (quizás le aterren las garras desoladas de quienes sólo cuenta con ese patrimonio ruin) y la ciudad se celebra en la dicha del libro, las circunstancias me han llevado de nuevo a José Hierro. El hilo de los acontecimientos contó con esa simplicidad arrolladora de lo inevitable: le dieron el Príncipe de Asturias a John Banville y revisando la nómina de premiados, descubrí que el galardón se hizo al mundo agarrado a la poética indudable de Hierro. En la tempestad de un nacimiento, como en la de estos tiempos que se resisten a abandonar las sombras, los miembros de ese jurado optaron por atarse a la solidez de un hombre excepcional, un poeta único que ha marcado la literatura española desde su atalaya en el Grupo de los 50.



Hablar de Hierro sería, seguramente, una osadía por mi parte; su figura ya no precisa de glosas ni hagiografías y, como debería suceder siempre con la obra de un autor, es su trabajo el que mejor puede delimitar el desorbitado tamaño de su grandeza. En mi caso, el recuerdo de su poesía me llevó de vuelta a mi preferido de entre sus títulos, el Cuaderno de Nueva York que terminó de allanarle el camino al Cervantes. De entre sus páginas sublimes, rescato ahora dos fragmentos que explican por sí mismos las razones que hacen de este poeta ya desaparecido una voz imprescindible en este maremágnum de palabras, chillidos, susurros, titubeos y, en ocasiones, descomunales mediocridades.

Nadie comprendió entonces sus palabras.
Por eso andan, ahora, las palabras,
pasando por los vientos,
ávidas de que alguno las recoja
siglos después de pronunciadas.
Y aquí están aguardando a que alguno las escuche,
aquí donde confluyen Broadway y la Séptima Avenida.
Fue aquí donde él me vio,
donde narró la crónica
de este instante en que estoy evocándolo.
Aquí, entre anuncios luminosos,
en la ciudad de Nueva York.
Preludio

Y más:

Siempre aspiré a que mis palabras,
las que llevo al papel,
continuasen llorando
-de pena, de felicidad, de desesperanza,
al fin, todo es lo mismo-,
porque yo las había llorado antes;
antes de que desembocasen en el papel blanquísimo,
en el papel deshabitado, que es el morir.
Dejarían en él los ecos asordados, empañados,
de lo que tuvo vida.
Alguien advertiría la humedad de las lágrimas,
lloraría por seres que jamás conoció,
que acaso no es posible que existieran
aunque estuvieran vivos
en el recuerdo o en la imaginación.
Lloraríamos todos por los desconocidos,
los -para mí- difuminados
en la magia del tiempo.
A orillas del East River

V

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