No con carácter general pero sí en buena parte de los casos, la victoria actúa como una peligrosa adormidera, confinando a quien la disfruta en las mieles acríticas, gustosas y saturadas de aturdimiento del éxito; nada precisan, entienden, pues ya todo lo consiguieron. Los derrotados, sin embargo, se ven enfrentados a un escenario singular y áspero, construido a partir de madrugadas insomnes, frustraciones y hastíos, un imperativo telúrico de atroz fortaleza, capaz de recluir en la molicie a ese individuo y terminar definitivamente con su voluntad. La resistencia supone, por tanto, un ejercicio de superación personal, el triunfo de una inteligencia que es capaz de procesar lo ocurrido, sacar conclusiones sobre ello y elaborar un plan de vida alternativo. Ese proceso es de una riqueza extraordinaria, un órdago de valentía y coraje, la demostración de las cualidades que convierten a determinados seres humanos en un ejemplo para el resto, en ídolos de lo posible cuando todo parece improbable.
Por eso me gusta esta canción de Vetusta Morla, los antihéroes de su 'Tour de Francia', que nadan en contrapedal, mientras sobreviven hundidos en la general, pero son capaces de mantenerse a flote. En sus carnes de meta volante, que se quedan fuera de control y no llegan a ver París, están muchos de esos perdedores; estaremos todos en algún momento de nuestras existencias, aunque desde las complacencias cálidas del agosto soleado eso nos parezca un imposible.
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