jueves, 19 de febrero de 2015

Llamada (casi) perdida

Llamada perdida de Gabriela Wiener es un buen libro, vaya eso por delante, un título que desde esta primera línea recomiendo leer, aunque sólo sea por su aspiración de valentía, o por la cantidad de ésta que es capaz de asumir. Se trata de una obra que "desdibuja las fronteras entre la periodista y la exploradora en pos de sí misma, del conocimiento, o de la experimentación", según afirma Juan Bonilla en la faja de la hermosa edición creada por Malpaso para este libro. Y tiene razón, pero no del todo, porque siendo verdad que Wiener comienza el libro con la fuerza de un huracán desmedido, revelando datos de su intimidad que hacen esperar un desarrollo tempestuoso, profundo e impredecible del texto, luego esa llamada del título pasa a ser casi perdida; por razones que más tarde veremos, aunque es de recibo comenzar ilustrando la primera parte de la afirmación. Con esta crítica brutalidad sobre sí misma se expresa la periodista peruana:

Nadie podrá despreciarme mejor que yo. Ésa es mi conquista. La voz interior es siempre un recuento de catástrofes y barroquismos: mis dientes torcidos, mis rodillas negras, mis brazos gordos, mis pechos caídos, mis ojos pequeños clavados en dos bolsas de ojeras negras, mi nariz brillante y granujienta, mis pelos negros de bruja, mis gafas, mi incipiente joroba y mi incipiente papada, mis cicatrices, mis axilas peludas y abultadas, mi piel manchada, pecosa y lunareja, mis pequeñas manos negras con las uñas carcomidas, mi falta de cintura y curvas traseras, mi culo plano, mis cinco kilos de sobrepeso, los pelos hirsutos de mi pubis, el pelo de mi ano, los pezones grandes y marrones, mi abdomen descolgado y estriado. El tono de voz, mi aliento, el olor de mi vagina, mi sangre, mi fetidez. Y aún me falta hacerme vieja. Y descomponerme.

Wiener entra al análisis de su vida, aspiraciones y expectativas con crudeza y realismo, siendo extremadamente valiente cuando se expone al escrutinio que más tarde haremos los lectores de este libro híbrido y extraño; también con un punto desorbitado o loco, dejándonos ver más de lo necesario para la transmisión de su propósito. Pero incluso en esa desmesura, la primera parte de Llamada perdida es un ejercicio brillante, ambicioso, ejemplar en la llamada literatura del yo: uno siente un cierto escalofrío cuando es capaz de adentrarse tanto en la mirada de la autora, de ver el mundo -y su propia figura- desde el prisma inequívoco de quien escribe el texto, percibiendo las rugosidades de su aparato respiratorio mientras la voz es proyectada al vacío.



Más tarde, sin embargo, este flujo de verdad se estanca, deslizándose apenas en el cenagal de las relaciones sociales; hemos dado con los otros (su esposo, Jaime, su hija, Lena, su mejor amiga, Micaela) y ahí el ejercicio de ficción sobre una realidad se topa con límites. Como reconoce la propia autora, llega un momento en el que su debate interno se centra en cuánto debería contar de los demás, qué puede reflejar sin herirles, hasta qué punto es dueña de la intimidad del otro, aunque sea en su relación con ese uno mismo testigo, partícipe y narrador. Y la llamada pasa a ser casi perdida, porque aunque ahí Wiener nos permite asomarnos a la algarabía de sus relaciones sexuales y las acrobacias a tres de su dormitorio, lo hace con quirúrgica distancia, acaso sabiendo que lo más escandaloso no es el desnudo, los cuerpos o sus combinaciones, sino los sentimientos, la verdad inmisericorde de quiénes somos en esas situaciones y cómo enjuiciamos a los demás en ellas. Y ahí los límites triunfan y el realismo pasa a ser una muestra desleída de la realidad; en esa frontera esencial, la transferencia de lo real a la ficción se ralentiza y bloquea hasta desaparecer prácticamente.

Para la anécdota final quedan sus episodios con Corin Tellado e Isabel Allende, una muestra del trabajo de crónica periodística y de indagación de la autora en la vida en dos mujeres fuertemente peculiares, triunfadoras y extrañas a la indiferencia. Un remate, en cualquier caso, que no concuerda con el resto de la narración y que genera una sensación de extrañeza, como si a pesar del análisis personalísimo de Wiener, el tránsito del libro nos hubiera expulsado súbitamente de su ámbito de intimidad, quizás abrumado por el riesgo de que contempláramos alguna escena de más. Una conclusión, no obstante, que no desluce en exceso esta Llamada perdida por la que merece la pena darse un fértil e impúdico paseo.

V

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