Nadie podrá despreciarme mejor que yo. Ésa es mi conquista. La voz interior es siempre un recuento de catástrofes y barroquismos: mis dientes torcidos, mis rodillas negras, mis brazos gordos, mis pechos caídos, mis ojos pequeños clavados en dos bolsas de ojeras negras, mi nariz brillante y granujienta, mis pelos negros de bruja, mis gafas, mi incipiente joroba y mi incipiente papada, mis cicatrices, mis axilas peludas y abultadas, mi piel manchada, pecosa y lunareja, mis pequeñas manos negras con las uñas carcomidas, mi falta de cintura y curvas traseras, mi culo plano, mis cinco kilos de sobrepeso, los pelos hirsutos de mi pubis, el pelo de mi ano, los pezones grandes y marrones, mi abdomen descolgado y estriado. El tono de voz, mi aliento, el olor de mi vagina, mi sangre, mi fetidez. Y aún me falta hacerme vieja. Y descomponerme.
Wiener entra al análisis de su vida, aspiraciones y expectativas con crudeza y realismo, siendo extremadamente valiente cuando se expone al escrutinio que más tarde haremos los lectores de este libro híbrido y extraño; también con un punto desorbitado o loco, dejándonos ver más de lo necesario para la transmisión de su propósito. Pero incluso en esa desmesura, la primera parte de Llamada perdida es un ejercicio brillante, ambicioso, ejemplar en la llamada literatura del yo: uno siente un cierto escalofrío cuando es capaz de adentrarse tanto en la mirada de la autora, de ver el mundo -y su propia figura- desde el prisma inequívoco de quien escribe el texto, percibiendo las rugosidades de su aparato respiratorio mientras la voz es proyectada al vacío.
Más tarde, sin embargo, este flujo de verdad se estanca, deslizándose apenas en el cenagal de las relaciones sociales; hemos dado con los otros (su esposo, Jaime, su hija, Lena, su mejor amiga, Micaela) y ahí el ejercicio de ficción sobre una realidad se topa con límites. Como reconoce la propia autora, llega un momento en el que su debate interno se centra en cuánto debería contar de los demás, qué puede reflejar sin herirles, hasta qué punto es dueña de la intimidad del otro, aunque sea en su relación con ese uno mismo testigo, partícipe y narrador. Y la llamada pasa a ser casi perdida, porque aunque ahí Wiener nos permite asomarnos a la algarabía de sus relaciones sexuales y las acrobacias a tres de su dormitorio, lo hace con quirúrgica distancia, acaso sabiendo que lo más escandaloso no es el desnudo, los cuerpos o sus combinaciones, sino los sentimientos, la verdad inmisericorde de quiénes somos en esas situaciones y cómo enjuiciamos a los demás en ellas. Y ahí los límites triunfan y el realismo pasa a ser una muestra desleída de la realidad; en esa frontera esencial, la transferencia de lo real a la ficción se ralentiza y bloquea hasta desaparecer prácticamente.
Para la anécdota final quedan sus episodios con Corin Tellado e Isabel Allende, una muestra del trabajo de crónica periodística y de indagación de la autora en la vida en dos mujeres fuertemente peculiares, triunfadoras y extrañas a la indiferencia. Un remate, en cualquier caso, que no concuerda con el resto de la narración y que genera una sensación de extrañeza, como si a pesar del análisis personalísimo de Wiener, el tránsito del libro nos hubiera expulsado súbitamente de su ámbito de intimidad, quizás abrumado por el riesgo de que contempláramos alguna escena de más. Una conclusión, no obstante, que no desluce en exceso esta Llamada perdida por la que merece la pena darse un fértil e impúdico paseo.
V
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