martes, 3 de marzo de 2015

Cuando la literatura no consiente frenos

Después de alguna interrupción y un tránsito moroso más relacionado con mi deleite que con ciertas (y verídicas) obligaciones personales y profesionales, he terminado Como la sombra que se va, la más reciente novela de Antonio Muñoz Molina. Lo he hecho, y he llegado hasta su página postrera con la indudable satisfacción de quien ha asistido a un prodigio, el de la literatura, aunque de forma más contundente en su versión menos habitual. Instalado desde hace años en una maestría sin fisuras, a nadie le extraña que el autor jiennense se maneje con soltura y preciso preciosismo en el registro de la ficción; habrá, quizás, quien le recrimine cierto exceso en su extensión, un 'mal' que ya se percibía en La noche de los tiempos, y del que bien puede ser exonerado por esa misma benevolencia de la que nos servimos para justificar ciertas abundancias (no siempre bienintencionadas) de quienes amamos, admiramos, perseguimos desde el deseo o pretendemos sin ambages ni ocultamientos. Porque por mucho que se extienda, e incluso diluya, el talento narrativo de Muñoz Molina es indiscutible después de El Jinete Polaco, Plenilunio, Beltenebros o El invierno en Lisboa, tan esencial en este nuevo libro.



Es, precisamente, al hilo de su viaje hasta la capital portuguesa para recrear la peripecia del asesino de Martin Luther King, James Earl Ray, donde ese título no sólo toma importancia dentro del libro, sino que se convierte en el prodigio de la literatura. El escritor se desplaza a Lisboa en varios momentos de la obra, para documentar la historia y también cumplimentando a su hijo, que reside en la ciudad junto a su pareja, y a partir de ese tránsito repetido regresa a su momento inicial en esa romántica ciudad, al viaje que hizo hasta ella para destrabar aquella otra novela que había de transformar su vida. Con su mirada, nítida y aplomada, Muñoz Molina revive el proceso creativo, y también quién fue en ese instante de su existencia, cómo se vio obligado a seguir la llamada de las letras y, no sin reparos ni sufrimientos, postergar al resto de su mundo: la esposa, los hijos recién nacidos, todas las responsabilidades de su universo granadino. Y ahí es donde Como la sombra que se va toca su cumbre, brillando con intensidad en la sincera reflexión de un hombre que nos da acceso a su intimidad para explicarnos que, si bien su proyecto ya hacía aguas apenas perceptibles, fue la falta de frenos de la literatura la que lo reinventó todo. Estos son algunos de sus flashazos:

Debajo de una superficie tranquila mi vida era una yuxtaposición sin orden de vidas fragmentarias, un sinvivir de deseos frustrados, de piezas dispersas que no cuadraban. Una gran parte de lo que hacía me era ajeno.

Pasan los años y se debilitan los recuerdos pero no la pesadumbre por el dolor que uno causó.

Sin duda hubo trances de felicidad que no agradecí y en los que no reparé mientras sucedían y se me han olvidado, o de los que ahora, tantos años después, me daría pudor acordarme.

Con generosidad y una escasez de límites que, ciertamente, no le habrá despertado pocas dudas a Muñoz Molina en relación a sus hijos y a quien fue su mujer, la narración toma peso en ese área paralela y complementaria, no restando mérito a la reconstrucción del asesinato, la huida y la detención del magnicida, pero sí redimensionándola. Uno se interesa por la aventura de Sneyd o Sneya, pero siente una punzada más profunda y eficaz cuando escucha la voz, anhelante y poderosa, de un escritor que pelea con fiereza y determinación por serlo, que no está capacitado para resistirse a ese designio.

Ni un solo día me he sentado a escribir sin una sensación abrumadora de imposibilidad y desánimo.

Escribir es una tarea de frontera. Es ir avanzando desde lo que no se sabe a lo que se sabe, no dibujar el mapa de un territorio sino explorarlo sin más ayuda que la sumaria orientación de los puntos cardinales.

V

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