Es todo cuestión de convicción, de capacidad de esfuerzo, de espíritu de supervivencia, tal vez de determinación o de cabezonería. El misterio es de una simplicidad turbadora, apenas consiste en no detener el ritmo de los pies, en continuar lanzándolos hacia adelante sin plantearse la validez de esa inercia o la existencia de un flujo energético capaz de seguir alimentando el movimiento. El golpeo de las suelas en la superficie áspera del suelo actúa entonces como un metrónomo, registrando con fidelidad el ritmo del desplazamiento, permitiendo adivinar en su cadencia los parámetros de longitud o velocidad a los que se puede llegar. Pero para eso sería necesario que esto tratara de mediciones, y nada más lejos de la realidad; aquí se habla de algo muy difícil de encasillar, un intangible, tal vez un elemento sólo rastreable en la medida en que va dejando tras de sí un rastro de suspiros y hollines.
El esfuerzo, alegará alguien, es una variable perfectamente delimitada, que abandona la frialdad de sus datos en pantallas digitales, y es posible someter a la cárcel férrea e inconmovible de las hojas de cálculo. Todo lo que consume energía, puntualizará, ofrece una huella, la hebra que habilita a los técnicos para reconstruir el mapa íntegro de los sucedidos. Como si la realidad no se escapara por las costuras, haciéndose fuerte en los márgenes de cada acontecimiento, llenándolos de causas inexplicables, fatuas o vaporosas, de intuiciones que únicamente consiguen saturar de brumas el razonamiento de los más sensitivos. ¿Es posible medir la intensidad del amor, el desamparo de la pena o la determinación de quien no está dispuesto a la rendición? ¿Ha inventando algún ingeniero talentoso un aparato capaz de dimensionar la tristeza de una mirada o el júbilo de un sonrisa, el brillo en la piel de quienes se sienten dichosos y ese aura inmisericorde de los melancólicos?
Las vidas se arma sobre los matices, adquieren su fuerza en lo sutil y se explican a través de pliegues imposibles de divisar para los que se afanan en la observación alejada, cómoda, aérea o aséptica; ininteligible en el idioma de los tibios, con su hablar melifluo. Todo, ya se dijo, es posible cuando la ética básica se cifra en un paso más, confiándolo todo al siguiente, concentrando cada sentido en la extracción ordenada, lenta, imparable, de las energías que se esconden en el hueco entre los dientes, bajo el cabello desordenado de los amaneceres, tras la trampilla disimulada de cajones que nunca antes tuvieron un doble fondo. No hay otro secreto que recelar de cualquier secreto, desacralizando el enigma de lo velado para comprender que la única ocultación es la de la propia ceguera; porque se ve con las yemas de los dedos, confiándose al oído, percibiendo el golpeteo sincero del corazón, olisqueando los objetos cotidianos y dejándose ir tras la miríada de sabores que nos entregan los alimentos; el gusto terroso del lodo primigenio, la dulzura de las luces, esa calidez esponjosa y algo aterciopelada de los atardeceres que parecieran cincelarse en las alturas, y percuten hasta perforar nuestras pupilas.
Tal vez el único mapa fiable sea el de las fibras del cuerpo, alargadas y resistentes en el caso de quienes están hechos para el desgaste sostenido, breves y explosivas para esos otros de tranco corto y resuello profundo; la brújula, así, estaría integrada por fatigas, su engranaje compuesto de celulosas y anhelos, atornillado con el mimo de quien puede crear una sinfonía a martillazos, de los que son capaces de leer una historia en el iris del ojo de su oponente, licuando de entre sus lágrimas la identidad de los daños recibidos, el listado hermoso de esos benefactores a cuya bondad se debe. Quizás sea todo cuestión de convicción, de capacidad de esfuerzo, de espíritu de supervivencia, tal vez de determinación o de cabezonería; pero eso sólo hay una manera de comprobarlo: teniendo el valor, la generosidad o la osadía de dar el siguiente paso.
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