Las Lecturas en Concierto del Espacio Librería La Victoria fueron, como prometían, un encuentro mágico, en el que la música y la literatura conjugaron sus potencias creativas para hacernos disfrutar a todos (también a mí y al teclista, Manuel Rodríguez) de un diálogo inolvidable. Durante una hora, los personajes de 'Devuélveme a las once menos cuarto', 'Duelos' y 'La intemperie de la belleza' se hicieron presentes para 'tomar la palabra' ante quienes se la jugaron por este otro derby cultural. Un poema de Pessoa y la 'Continuidad de los Parques' de Cortázar vinieron en nuestra ayuda para que la jornada no resultara tediosa y el tono de lo leído alcanzara la altura de sus respectivos magisterios.
Entre los textos escogidos para esa noche inolvidable, causó una agradable sorpresa Eiryn, un relato publicado en la revista Paralelo Sur en el año 2005, y que recupero al final de este post a petición de quienes lo escucharon allí. Para ellos, y para cualquiera de vosotros al que le agrade acompañarnos de forma virtual, aquí está el resumen de esta primera experiencia de concierto.
V
EIRYN
Víctor Charneco
Nada sé
del despropósito en que me he convertido. Ni siquiera por qué vivo obsesionado
con Saint Patrick Street, con la ciudad de Cork y su halo de malditismo. Puede
que fuera aquel barco hundido tras partir de sus muelles, el naufragio de un
ostentoso modo de vida, o quizás sólo sea que la chica más enigmática que jamás
he conocido siempre hablaba del prodigio de esta calle edificada sobre las
aguas. Entornaba los ojos, y a través de las pestañas rojizas, podía ver cómo
el intenso gris se empañaba de recuerdos. Asustada ante su repentina
fragilidad, Eiryn encogía los hombros, como si quisiera esconderlos en su
cuerpo menudo, y rehuía las miradas del resto. Jamás supimos que significaban
las lágrimas esbozadas, los silencios sobrevenidos y esa terca determinación a
que nadie violentara el espacio íntimo de sus miedos y pensamientos. A veces
creo que sólo fuimos la zona cero de su nueva vida, las circunstancias sobre
las que se propuso edificar una identidad sin mancha, para, desde ella, tratar
de estrenar una existencia inviolada. Si así fue, con nosotros lo consiguió sin
matices. Nadie podría decir de Eiryn nada más que era una chica irlandesa,
puede que de Cork, o que al menos había residido allí una larga temporada,
pelirroja, menuda, y que vivió un año con nosotros en Madrid. Apareció por el
piso de estudiantes que compartíamos la mañana del 16 de septiembre del año 94,
con un gesto a medio camino entre la extrañeza y la disculpa. Supimos que se
había marchado la mañana del 16 de septiembre del 95, cuando nos levantamos
para ir a comprar la comida de la fiesta de aniversario que queríamos preparar
como sorpresa esa noche. Hace cuatro años, tres meses, dos días y tres horas
del momento en el que, camino del baño, descubrí la puerta de su habitación
abierta, la cama hecha, el armario y las estanterías vacíos, y un sobre
solitario encima del edredón…
Incluso
hoy, cuando reconstruyo lo que he dado en llamar el año Eiryn, recuerdo que,
desde el primer día, me llamó la atención la facilidad con la que se sonrojaba
y el precipitado enroque con el que huyó de las explicaciones. Escudada en su
escaso dominio de nuestra lengua, apenas nos susurró su nombre y el país de su
procedencia. ¿Estudiante?, preguntó Mateo con la despreocupación de su primer
año en la independencia universitaria. “No… Sí… No sé…”, su respuesta. Con el
jeroglífico aún vibrando en nuestros oídos, murmuró una disculpa y se encerró
en la habitación.
Los
primeros tiempos de su estancia en nuestro piso se configuraron como una huida
permanente. Eiryn parecía aprovechar las rendijas de nuestras existencias para
desarrollar la suya. Su presencia era como la de un espectro perseguido por las
estancias de un monasterio, apenas unos pasos intuidos por el pasillo, o el
crujido de una cazadora mientras salía a la calle. No comía con nosotros, jamás
veía la tele en la sala común y escapaba a las calles cuando los demás
regresábamos a casa. “El fantasma irlandés”, le puso Mateo, alargando en
extremo el gracejo. Aunque es posible que, en el chiste, diera con la auténtica
esencia de nuestra compañera.
Una
ignota habilidad para detener fugas de agua fue el puente que me acercó a ella.
La escena de una fría mañana de diciembre en la que la cisterna del baño no
consentía en detenerse carece de la magia que se le supone a los hechizos de
amor. Cumple, sin embargo, con la realidad de un encuentro que yo, intrigado
por su enigma, trataba de propiciar en vano. Eiryn, abochornada por lo que
consideraba un torpe estropicio, me pidió ayuda para abortar la fuga. Yo tomé
su mano tendida y ya no la quise soltar nunca.
Desde
ese día, me convertí en el cicerone de la joven pelirroja y en su atribulado
profesor de castellano. Yo fui quien la acompañó a la academia en la que
perfeccionaría el idioma y el que le señaló en las páginas salmón del periódico
la oferta del empleo con el que solventó los costes de su estancia. Como una
sombra querenciosa, también fui yo la persona que la esperó cada noche a la
salida de la pizzería, incansable en la persistencia de mi fascinación por
ella, para robarle sonrisas, perseguir confesiones y hallar espacios de
confidencia. Esos momentos, en los que el sueño y la soledad la acosaban, eran
los únicos en los que flaqueaba su celo vigilante. Sólo entonces, ante una
pinta de Murphy’s –“Nada tiene tanta fuerza evocadora como esta cerveza, Joven
Frodo”, sonreía- podía encontrar retazos deslavazados de su existencia. Esos
ratos, como un sortilegio, me procuraban el deslumbramiento de un paisaje
descubierto entre los retazos de una densa niebla.
En el
invento de esas madrugadas habló de Cork, de Saint Patrick Street, de una vieja
librería universitaria en la que se habían cimentado muchas de las cosas que
siempre sería. Bajo las luces del pub, las irisaciones de sus ojos crecían vertiginosamente,
convirtiéndose para mí en una espiral turbadora. Sus cabellos parecían
inflamarse, como si la noche alimentara el fuego que en ellos habitaba, y el
rostro, pálido y perlado de pecas, adquiría una luminosidad de cera encendida.
“Allí me enfermé de literatura, Joven Frodo. En los libros de sus anaqueles
curé mis arañazos superficiales y apliqué árnica sobre las heridas más
profundas. Hay dolores que nunca sanarán, del mismo modo que hay recuerdos que
siempre se mantendrán en la memoria, punzantes e insalubres como un reducto de
pus bajo una costra cerrada en falso, pero en Holly Library recibí el oxígeno que me salvó de la asfixia. No
quieras saber más, nunca me preguntes lo que exceda de lo necesario, tampoco
quieras forzarme a confesiones que no deseo hacer. Vale con que entiendas que,
real o imaginado, conocí el paraíso en una librería vieja y polvorienta, en el
corazón de una calle edificada, como por ensalmo, sobre las aguas de un río”.
Sus
palabras quedaban impresas en mi memoria alucinada y, si en mi mente inmadura
se formaba un rechazo, Eiryn, experta en leer las arrugas de mi rostro, borraba
los pesares con una caricia leve. Era un movimiento rápido, ágil y sabio, una
suerte de absolución con la que lograba que la sonrisa volviera a mis labios
dubitativos. “No sufras por mis aristas, Joven Frodo, nada tienes que ver con
ellas. Las oculto para que nadie se lastime con sus cortantes ángulos. No tiene
sentido hacer daño a quien sólo quiere ayudarte. Y jamás podría perdonarme
llenar de fango un alma bella y valiente como la tuya”, decía.
Todavía
hoy guardo en mi memoria la caligrafía meticulosa de su despedida. “Tengo que
dejarte o no voy a llegar. Gracias por tu luz, por la mano tendida, por el
corazón sincero. Perdóname por todo lo demás y sigue siempre en la senda de
este enigma. Hay anhelos que justifican toda una existencia. Te extrañaré por
siempre, Joven Frodo.”.
Joven
Frodo, como la letanía de un epitafio, desde la noche en que me asomé al abismo
de sus labios finísimos. “Eres como Frodo, como un Joven Frodo que porta el
anillo entre el temor y la determinación, siempre ajeno a su enigma. Que daría
la vida por defenderlo, pero que justifica esa vigilancia en la necesidad de su
destrucción”, decía con la respiración aún entrecortada. Y yo, ciego de
fulgores, asperjado de sueños, trataba de asumir ese bautismo novísimo.
“Everybody hurts”, cantaban los REM en el suelo, desde el aparato escondido
junto a la cama. Como una funesta premonición, el anticipo de un odio hasta hoy
inalterado.
Apenas
traspasé el círculo en tres o cuatro ocasiones, las suficiente para crear una
complicidad falseada de amantes de largo recorrido. La necesaria para que,
amenazada en su reclusión, Eiryn corriera al retiro tras cada encuentro. A una
noche de pasión, invariablemente, le seguían días de mutismo, de excusas y
huidas apresuradas; jornadas de enfado consigo misma, como si no pudiera
perdonarse el desvarío. Antes, sin embargo, se había entregado a un ritual de
abandono y ferocidad, en una transfiguración en la que parecía aferrarse a la
única parte de sí capaz de sentir y expresarse con libertad. Ahora pienso que
sólo entonces escuchaba el latido de su corazón. Quizás en contra de su
criterio.
Eiryn
se marchó una mañana de septiembre, sin más palabras que las escritas. Dos
madrugadas antes, la última vez que consintió en mirarme a los ojos, me dejó la
pista sola de su huida. “Pase lo que pase, no tienes por qué sentirte mal”.
Luego me dio la espalda, urgiendo un abrazo en el que pareció empequeñecerse. Y
lloró. Lágrimas discretas, llanto sordo, casi imaginado para mí. Entonces,
estúpido en mi ignorancia, no supe si debía sentir halago o temor. Hoy sé que
la cuerda se había quebrado para siempre.
Tardé
varios meses en asumir su marcha. Enganchado a un enigma que se había apoderado
de mi voluntad, fui incapaz de valorar la pérdida. Luego, con la arrogancia de
la juventud, me convencí de que regresaría suplicante, también de que podría
vivir sin ella. La sugestión me generó un espejismo largo e intenso como la
euforia de una droga de diseño, del que sólo caí años después. Una mañana de
sol, ante el espejo, la verdad de mi insípida existencia me provocó una nausea
seca. Como en una ducha frenética, me sacudí a Celia, a mis padres, el trabajo
de autómata y la propia Madrid. Malvendí, regalé, metí en una bolsa lo básico y
me embarqué hacia Cork.
He
perdido la cuenta del tiempo que rastreé pistas entre los títulos de Holly Library, de los meses de vagabundeo por esta calle a la que no
encuentro la magia. Llegué a Saint Patrick Street cargado de ilusión, pensando
que al doblar la primera esquina me encontraría con Eiryn, y ahora no hallo en
sus adoquines más que la aletargante rutina de lo desconocido, un insoportable
tedio por lo inalcanzado, y este hedor de las aguas corrompidas a sus pies.
Puede que sea la reiteración de esa fetidez por la que perdí los nervios, o tal
vez sólo quisiera borrar el único dato cierto que me dio en su vida. Quemada la
librería, ni yo mismo podría negar que todo fue la invención de mi mente. Un buen
sueño de una noche de septiembre, puede que una pesadilla…
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