Escribir no es opcional, no al menos si se trata de una corriente atávica e ingobernable que es capaz de imponerse a tu criterio; no cuando se alza sobre tus deseos de abandonar la escritura, solazándose en el placer nada culposo de someter tu criterio al hierro del suyo; escribir no es un acto de voluntad, quizás lo sean las rutinas de quien ya se sabe subyugado y trata de volverse cómplice de su captor, pero nunca en el caso del que preferiría cualquier otro acto dichoso -especialmente el de la lectura- a la tarea titánica de componer el rompecabezas diabólico del texto; escribir no es una decisión personal, es una imposición personal, y aunque podría parecer que la afirmación sólo sirve para anidar un juego de palabras pretencioso, en el golpeteo metálico de sus sílabas se engatilla la condena de una verdad.
Escriben quienes callan, lo hacen sistemáticamente, con la enfermiza devoción de los adoradores de sectas milenaristas; escriben otros muy habladores, tal vez haciendo un acúmulo previsor de los sonidos con los que luego martillearán los oídos del resto; escriben ciertos danzantes del verbo, en ellos más afilado el bisturí para diseccionar los sentimientos que a la mayoría se nos escapan; escriben todos ellos, algunos con la pretensión de hacerse eternos -tan fútil, por otra parte-, la mayoría sin una explicación coherente, sintiéndose únicos en el instante en que rematan una obra o llegan a tocar el alma de alguien con ella, huecos como cántaras agrietadas la mayor parte de los minutos que componen las horas de los días en los que apenas aciertan a bordear la nada. Y, sin embargo, escriben; uno, otro, otro más, decenas de autores encadenados a sus mesas de trabajo, insomnes, frustrados, ateridos de euforias que se les enronquecieron en las gargantas; escriben sin detenerse ni dar pábulo a la fatiga, maratonianos, ciegos de determinación, como si con esas palabras quisieran rozar el sentido del mundo. Ilusos o iluminados, quién sabe.
Escribir exige tomar decisiones, demasiadas al cabo del día, algunas de ellas crueles e injustificadas: frente al teclado o deslumbrado por la blancura aterradora del folio, quien aspira a la escritura asume funciones de divinidad, sintiéndose todopoderoso en el nacimiento y las muertes de sus criaturas, haciéndoles retozar en las ambrosías del amor o cebándose en las inquinas del asesinato; pero no se puede ser Dios cuando se tienen pasiones, y el dolor termina por saturar los alveolos y asfixiar al pretendido autor. Escribir es asegurarse la proximidad del sufrimiento, degustar el latido previo a la angustia, sentirse reconfortado por el ardor de sus latigazos. Escribir, decía, es tomar decisiones tan estremecedoras como la de fijar un punto de vista, establecer la prelación de los sustantivos y ubicarse, en los casos más extremos, en el centro hiperbólico de la narración.
En La Muerte del Padre -igualmente en el resto de la serie que le ha encumbrado-, Karl Ove Knausgård se encastilla en el vórtice de un huracán de apariencia pacífica: su propia existencia; se encarama ahí y comienza a revisar su vida, deteniéndose en lo infinitesimal de los días, permitiendo al lector adentrarse y husmear entre el cargado ambiente de su armazón familiar. Sin concederse tregua, el noruego se zambulle en el turbión obsesivo de sus palabras, ofreciéndonos a los testigos de su apuesta creativa una escritura milimétrica, sanguinolenta, fragante de vida y humores, no sólo incómoda, sino con la determinación de esquivar toda complacencia. Mirar al interior de su catálogo de miserias, pequeñas dichas y dolores conmueve, y deja en el paladar el regusto amargo de las indiscreciones, también la perplejidad de saberse obnubilado ante la aparente tranquilidad de alguien que, por el puro placer imperativo de la literatura, ha encendido la mecha de su polvorín.
V
No hay comentarios:
Publicar un comentario